Atlas

Cuando un mortal muere, no pasa nada. El mundo donde estaba sigue tranquilamente sin él. Yo, en cambio, no puedo morir. Si muriera no habría nadie para enterrarme, no habría tierra, ni pala, ni mano, no habría agujero para meter el muerto ni muerto para meter en el agujero, no habría nada, porque yo soy todo y sin mí nada puede haber. Yo tengo que estar despierto siempre, vigilando, porque si me durmiera el mundo se caería en la oscuridad más absoluta de la nada, y la nada, como sabemos, es algo que no puede ser. Les aseguro que todo esto es muy cansado.

El luna y la sol

Es divertido ver como los mortales asignan sexos a sus dioses. Los humanos los dividen entre hombres y mujeres porque ellos están divididos entre hombres y mujeres, pero hay otros planetas donde los dividen entre más o menos sexos de acuerdo con su sistema de reproducción.

Es divertido también ver como asignan un y otro sexo a cada dios. Para los griegos la justicia es mujer, la industria hombre, el amor mujer, el tiempo hombre, etcétera. Para los judíos todos los dioses son uno y es hombre, que es una manera de decir quién manda en casa.

Hay religiones que ponen sexos a las cosas, el cielo, la tierra, el sol, la mar. Como es normal no se ponen de acuerdo entre ellas, y lo que para unos es la luna para otros es el luna.

¿Y yo que soy según ustedes? ¿Hermafrodita? ¿Bisexual? ¿Trisexual? ¿Infinitosexual? Todo esto y mucho más. Una prueba más de la imposibilidad de los mortales para comprender la divinidad es que tengan que ponerle un sexo. Incluso los que se han atrevido a decir que "dios no tiene sexo" dicen algo que ni ellos mismos pueden entender.

Réquiem

¡Pum!—oigo el tiro que vuela la cabeza a algún mortal. Brrrrrrrrrps...—se ahoga—agshhhhhhh—ese veneno que corroe, feliz, sus células vitales.

Yo en cambio no me puedo suicidar. ¡Es tan triste eso! Soy el ser menos libre de todo el universo. Aun con mis superpoderes, tengo mis límites como cualquier mortal... ¡Y además carezco de la capacidad de acabar con mi vida!

¿Se imaginan lo que es esto? Aunque no se suicide, un mortal siempre se muere, hay algún cambio sustancial en su existencia... ¡En la mía no! Yo siempre soy, soy el que soy, inextinguible, ¡vida eterna que más que vida es muerte eterna!

Momentos

Nietzsche estuvo siempre muy cerca de su amada verdad, sin llegar nunca a conocerla. A parte del error, comprensible, de gritar como un loco que yo mismo había muerto, afirmando incluso que nunca había existido, entre sus papelotes dejé escrito, hablando de la posibilidad de volver a nacer, que entre vida y vida, aunque medie una eternidad entre las dos, esta puede parecer que pasa en un instante, pues sin consciencia la infinitud equivale a una fresca y breve nada.

¡Pobre hombre! Limitado, no puede salir de su consciencia y de sus deseos infinitos. Es cierto que la eternidad y un instante son lo mismo. Si multiplicamos infinito por infinito sale un número más grande y más pequeño a la vez, porque en el plano eterno más grande y más pequeño son lo mismo. Es cierto, también, que podemos poner números a las eternidades infinitas... Hay realmente muchas, infinitas... Pero a la vez hay una sola. Si sos mortal no podés hacer más que desear que haya otras.

Aquellos que, obsesionados por su propia finitud, hablan de ciclos y de reencarnaciones, de eternos retornos, se acercan a la verdad, aunque la verdad es algo inalcanzable para ellos. Es verdad que todo se repite, pero también es verdad que todo es siempre diferente. Cada momento es único e irrepetible, de modo que lo que no hacés ahora no podrás hacerlo nunca más. Tener miedo de vivir ese momento, sobre todo si afirmás ser el más valiente de los hombres, es una cosa como mínimo ridícula.

Cuando vivía en Turín, nuestro querido Nietzsche estaba enamorado de una dama que vivía entre las elegantes columnas de la avenida Roma. Cada día pasaba por delante de su casa, pero nunca se atrevía a llamar. «Mañana llamo, seguro»—se decía cada vez. ¡Como le envidio! Como me gustaría ser mortal, ser un humano, vivir su gloriosa finitud, pensar que no termino en mí mismo... Morir (¡morir!) con ese dulce engaño de que volveré a nacer y de que habrá un nuevo momento para todo.

Me gustan las explosiones

Los mortales acostumbran a creerse inmortales. Es normal. Debe ser tan intolerable percibir la brevedad de la vida que hay que inventarse cualquier cosa para que parezca lo contrario. Así, se dicen a sí mismos que “continuan” en sus hijos... O intentan dejar obras (como si estas, tarde o temprano, sean de piedra o de papel, no desaparecieran)... O se ven a sí mismos como parte de algo más grande que ellos, ponele una nación, ponele una religión.

Todo es en vano: lo mortal es mortal. Por larga que sea una vida o un planeta, una civilización, una galaxia, todo acaba siempre destruido. Por eso me gustan los mortales que aceptan eso y contemplan y hasta aceleran el proceso. Quizá sea una cuestión estética. En vez de aceptar la decadencia, en vez de resignarse a esa agonía lenta y desesperante, una explosión.

Hablo de incendios y catástrofes, hablo de colisiones planetarias y de soles estallando… Hablo de bombas, también. No de bombas pequeñas, de las que amputan piernas o desmembran familias, sino de bombas de verdad, verdaderamente destructivas. Las atómicas no están mal, pero son muy limitadas. De momento no hay nadie que me iguale en técnicas de artillería. ¿Qué es una bomba de hidrógeno comparada con una supernova? ¿Qué es un apocalipsis nuclear comparado con la masiva e invisible radiación de rayos gamma que mando desde un agujero negro? Un petardito.

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